Una mujer inglesa, aburrida y nostálgica, que vivía en África se convirtió en un nido humano para un pinzón debilucho durante casi tres meses. Aunque usted no lo crea, diría Jack Palance.
“Cada día, hacía pequeños nidos en mi cabello, en el surco de mi clavícula, lo que me llenaba de asombro”, cuenta la mujer, que se llama Hannah Bourne-Taylor, en The Guardian,
“Se metía debajo de una cortina de cabello y juntaba mechones individuales con su pico, esculpiéndolos en una ronda de mechones tejidos, parecidos a un pequeño nido, y luego se acomodaba dentro”, continua.
“Permitía que lo deshiciera cuando terminaba y comenzaba de nuevo al día siguiente”, añade la mujer que es fotógrafa y redactora.
Bourne-Taylor y su esposo, Robin, se mudaron a Ghana en 2013, cuando él aceptó un trabajo allí. No obstante, ella no pudo trabajar debido a las restricciones de la visa y tenía pocos amigos y vecinos.
“Me quedé aislada, nostálgica y sin propósito”, escribe en el diario británico. Su consuelo, explicó, fue la naturaleza que la envolvía.
Un polluelo abandonado
“Después de una tormenta eléctrica particularmente fuerte (septiembre de 2018), encontré un polluelo, un pinzón maniquí de alas de bronce, de apenas un mes de edad, en el suelo”, rememora Bourne-Taylor.
“Fue abandonado por su rebaño, su nido volado del árbol de mango. Tenía los ojos bien cerrados y temblaba, demasiado joven para sobrevivir solo», relata la mujer.
«Era del tamaño de mi dedo meñique, con plumas del color de ricas galletas de té, ojos como tinta y un pico pequeño como la mina de un lápiz”, lo describe.
Y así nace una singular amistad
“Al día siguiente, se despertó con la boca abierta y un agudo grito de hambre. Le di de comer termitas e, instintivamente, le canté”, dice Bourne-Taylor.
“Gritó de vuelta y trepó a mi mano, clavándose el pico y la cabeza, luego se durmió en mi palma. Para él, yo era su madre. Durante los siguientes 84 días, el polluelo vivió de mí”, revela.
Las despedidas son esos dolores dulces
El pinzón finalmente creció y se sintió lo suficientemente fuerte a finales de año para unirse a su bandada.
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Cuando regresó de las vacaciones de Navidad, en enero, «lo cuidaba cuando los pinzones pasaban volando», cuenta Bourne-Taylor.
“De vez en cuando, uno se quedaba atrás, en una rama, y me miraba. Todavía lloro cuando pienso en él», confiesa la mujer.
“Criarlo me enseñó a vivir en el presente y me cambió para siempre”, agregó. “El año pasado, cuando regresamos a Oxfordshire, me uní a los esfuerzos locales de conservación y escribí nuestra historia en un libro, Fledgling. Eso, junto con la lección de que cualquier animal diminuto puede marcar la diferencia, será su legado”, cierra.
CLARÍN
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