Calles desiertas, puertas aseguradas con candados, miradas desconfiadas, el silencio impera. La mayoría escapó ante la llegada de narcos y rebeldes que se instalaron en sus casas. La guerra por el botín de la cocaína está vaciando poblados del Pacífico colombiano.
La gente que se quedó “está confinada, amenazada, asustada. Y está resistiendo porque prefieren morir en sus casas y no afuera mendigando”, dice a la AFP Diego Portocarrero, uno de los cientos de desplazados negros que huyeron del pueblo ribereño La Colonia y hoy malviven en la ciudad de Buenaventura, el principal puerto del Pacífico.
Combatientes del ELN, la última guerrilla reconocida en el país, y del Clan del Golfo, el temido ejército del narco, se disputan a sangre y fuego los poblados que bordean los ríos Calima y San Juan, ruta para el tráfico de cocaína.
En voz baja, un vecino de La Colonia cuenta que los narcos se impusieron y algunos viven en las casas abandonadas por sus dueños: “Lo que nos ha correspondido vivir, ver y oír es inenarrable”, lamenta bajo reserva.
Los muros lo atestiguan: agujereados por disparos y marcados con siglas de los dos grupos en disputa, el ELN y las AGC o Autodefensas Gaitanistas de Colombia, como se autodenomina el Clan del Golfo. Conforme un grupo avanza va tachando los grafitis del otro en las fachadas.
La guerra saltó de los montes a los poblados y ahora los ilegales merodean a sus anchas entre civiles. Los militares aparecen de repente para acompañar una caravana humanitaria.
Gota a gota
Enmarcada en una selva copiosa a orillas del Pacífico, la región de 317.000 habitantes (91% afros) es una postal del terror. El 90% de las 9,2 millones de víctimas del conflicto armado son desplazados y de esos casi 300.000 corresponden a Buenaventura, el puerto que mueve el 40% del comercio no mineroenergético del país.
La economía local está a expensas de la extorsión. Pese al acuerdo de paz en 2016 que desarmó a la guerrilla FARC, la violencia sigue su curso. “El desplazamiento mutó (…) ahora es gota a gota, silencioso” y “es peor” porque el pacto no evitó la no repetición y ahora hay más “trabas” para reconocer a las víctimas ante el Estado, observa Juan Manuel Torres, investigador del centro de estudios Fundación Paz y Reconciliación (Pares).
Indígenas y negros desplazados están confinados en incómodos albergues de Buenaventura a merced de bandas herederas del paramilitarismo y el narcotráfico. Además de la extorsión, pobreza (41%), desempleo (18%), reclutamiento forzado, homicidios, abusos sexuales y desapariciones rondan los barrios donde sobreviven.
“Llegaron disparando, sacando a la gente de las casas, los niños. Fue algo triste, duro, porque dejar uno su territorio para venir a pasar necesidades acá”, lamenta Nancy Hurtado (52 años), que vive bajo un arco de fútbol en un coliseo junto con cientos de afros venidos de San Isidro por ríos y carreteras escarpadas.
Desinterés electoral
En el complejo deportivo las familias improvisan cocinas, lavaderos, dormitorios, salas de televisión. Aun estando a kilómetros de sus agresores, Nancy siente su acecho. “Que lo cojan a uno, lo piquen, lo echen en un balde (…) ¿a quién le gustaría morir así?”, se pregunta.
Los homicidios en Buenaventura pasaron de 73 en el 2017 a 195 en 2021, empujados por el tráfico de la cocaína que sale hacia Centroamérica y México, camino a Estados Unidos. Los cuerpos desmembrados son lanzados al mar, según testimonios de pobladores y defensores de los derechos humanos.
En vísperas de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, en las que no podrán votar por el destierro de sus lugares de empadronamiento, los desplazados de Buenaventura ven con desinterés los comicios en los que por primera vez la izquierda podría llegar al poder en Colombia, de la mano del exguerrillero y senador Gustavo Petro.
“Por ningún lado vamos a ganar las comunidades, siempre vamos a perder”, sospecha Diego.
En la sede de una emisora indígena, viven estrechos 158 desplazados de la etnia Wounaan Nonam. Un grupo de mujeres lava ropa en la penumbra, aprovechando el chorro de agua que les llega día de por medio durante cinco horas. La comunidad sufrió desplazamientos en 2004, 2010, 2017, pero en noviembre de 2021 huyeron todos por primera vez.
“Lo que quedó fue las casas, los perritos, las gallinas”, dice el líder Édgar García, de 45 años.
Cuando el gobierno dio por vencido al Clan del Golfo, tras la captura y extradición a Estados Unidos de su capo “Otoniel”, ellos mostraron músculo, explica el investigador Torres.
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Con unos 3.260 integrantes según Pares, el Clan replegó al ELN en Buenaventura por superioridad bélica. En el sur y oriente del área rural se expanden también disidencias de las FARC que rechazaron el acuerdo de paz; en el perímetro urbano combaten centenares de jóvenes repartidos en Shotas y Espartanos, dos facciones enfrentadas de la organización de origen paramilitar La Local.
Luis Ismare huyó despavorido de su comunidad en el Bajo San Juan una madrugada de febrero junto a otros 80 indígenas wounaan. Este artesano de 36 años se labró así una definición del desplazamiento: “Es como desaparecer, es una decisión en la que tienes que tirarte en ese hueco hondo, (del que) imaginas no salir (…) y te desconectas con la madre tierra”.
AFP
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