Max, es un cachorro que con apenas siete meses recorrió 10 países con su familia inmigrante, incluyendo cuatro días de caminata por el Tapón del Darién, conocido como la selva del infierno entre Colombia y Panamá. Su destino final era Estados Unidos.
El perro, una mezcla con pitbull, nació en Perú, país donde se lo regalaron a la familia Urbáez que tenía cuatro años viviendo en ese país sudamericano tras emigrar de Venezuela. Cuando estuvo en los brazos de Anabel González, “su mamá”, se volvieron inseparables. Por eso cuando ella y cinco miembros de su familia decidieron sumarse a los cientos de venezolanos que cruzan la frontera entre México y EEUU, Max fue incluido en la peligrosa y agotadora travesía.
“Tuvimos que pelear para que nos devolvieran el dinero. Luego pagamos un taxi para ir a otra terminal de autobuses y allí tuvimos que dar dinero extra al chófer para poder subir al perro”, dijo González que emigró con su esposo, sus dos hijos, su cuñada y el esposo de esta.
“Tenía viviendo con nosotros dos meses cuando pensamos en venir a Estados Unidos. Viajar con él fue sumamente difícil, nos pusieron demasiadas trabas, tuvimos que pagar pasaje por él como si fuera una persona. En la selva caminaba unos tramos y yo lo cargaba también porque todavía estaba pequeño”, dijo relató González en una entrevista con el Nuevo Herald.
Cuando llegaron a Costa Rica ningún chófer de autobús permitía subir a Max, así que su familia pagó $500 a un taxi para que los trasladara a Nicaragua. En este país y en Honduras no tuvimos problemas con el perro.
González dijo que la situación cambió radicalmente al llegar a Guatemala. “Tuvimos demasiados problemas porque a Max no lo dejaban subir a los autobuses ni quedarse en hoteles. Pagamos más por él para meterlo en el hotel como si se tratara de un bebé, en brazos y arropado con una cobija.”
En una terminal de Guatemala después de que la familia había pagado los boletos para viajar a México y cuando estaba a punto de abordar el autobús, se les informó que no podían viajar con Max.
Lograron llegar a México y la situación fue peor, dijo González que es de El Tigre, en el estado oriental Anzoátegui, Venezuela.
“Fue el peor país. Nos fuimos en una caravana de Tapachula a Huixtla donde nos dieron el permiso para poder transitar por México. Ahí compramos pasajes para Ciudad de México, pero no nos dejaron subir al autobús y tampoco nos regresaron el dinero de los pasajes”, relató la venezolana.
Se trató de un duro golpe para la familia porque González había vendido agua y refrescos bajo la lluvia para poder completar el dinero de los boletos.
“Hice eso porque a mi no me gusta pedir dinero. Que no me regresaran el dinero fue horrible”. En medio de su desespero y llanto, un carpintero al verla ofreció fabricar una caja de madera para que Max pudiera viajar en el compartimiento de equipaje y se la regaló.
La familia reunió dinero de nuevo para comprar los boletos y el canino pudo viajar con ellos hasta Ciudad de México y de allí abordaron otro autobús para Monterrey. El canino tuvo que viajar también en el compartimiento.
SEPARACIÓN EN LA FRONTERA DE EEUU
Finalmente llegaron a la frontera de Estados Unidos, donde se entregaron a agentes de la Patrulla Fronteriza, pero la pesadilla de Max no había terminado.
A su familia le informaron que el canino no podía continuar con ellos y debían dejarlo bajo un sol inclemente. “Un agente lo amarró a una cerca, yo me puse a llorar y Max comenzó a llorar también (a gemir y ladrar). No pude grabar porque me hablaron súper fuerte y a mi esposo le dieron un golpe en la barriga cuando le dijo bajito a nuestro hijo que agarrara al perro. El agente escuchó porque entendía español”, afirmó González.
Su hijo, de nueve años, también tuvo una crisis de nervios y comenzó a llorar, dijo. González estaba dispuesta a quedarse en la frontera con Max, al extremo que le dijo a su esposo que se subiera a la camioneta de las autoridades con el resto de la familia. “Le dije que se fuera, yo a mi perro no lo podía abandonar.
Y me volví loca llorando. Un agente que me estaba observando se me acercó, me dijo que pensara en mis hijos y que me subiera a la camioneta”. Pero además le aseguró que él no iba a dejar a Max en esa cerca. Ella se quedó más tranquila y abordó la camioneta. Todos los que estaban en ese transporte lloraron porque algunos habían hecho la travesía con la familia y el perro. Y en eso sucedió algo asombroso: Max logró soltarse y se subió a la camioneta gimiendo. Pero el agente que presuntamente golpeó al esposo de González ordenó que lo bajaran.
El otro funcionario que le prometió que no lo dejaría en la cerca, estaba llorando, según la venezolana. A Max lo metieron en una jaula en otra camioneta y ese agente le dijo a González que lo llevaría a un lugar donde ella podía buscarlo cuando terminara con los trámites de ingreso. La familia pasó cuatro días en un centro de detención de Inmigración y cuando los liberaron fueron a buscar a Max, pero se lo había llevado otra persona.
Lograron saber quién y dónde lo tenía y lo recuperaron.
SE TRANSFORMÓ EN UN PERRO DE SERVICIO La familia llegó a Nueva York sin dinero y cuando buscaron un refugio les dijeron que la única forma de que Max ingresara era que fuera un perro de apoyo emocional. González logró obtener el certificado, pero entonces exigieron que fuera un canino de servicio.
Otro venezolano encontró una amiga que cuidara a Max hasta que se transformara en un perro de servicio. Lo logró. La determinación de la familia por mantenerlo con ellos en cada paso del camino fue destacada por PETA Latino.
“Los perros también son miembros de la familia, y la familia Urbáez hizo un esfuerzo increíble al proteger a Max durante su arduo viaje hasta Brooklyn, nadie debería de verse obligado a abandonar a su animal de compañía bajo ninguna circunstancia”, dice Gabriel Ochoa, Gerente de Comunicaciones de PETA Latino. “PETA Latino se complace en dar la bienvenida a esta dedicada y amorosa familia a EEUU”.
El Nuevo Herald
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