La pérdida de visión ha sido siempre una maldición para quien la sufre: ya el romano Cicerón se quejaba amargamente de que sus esclavos tuvieran que leerle los libros y las cartas.
Quien puso las bases teóricas para la aparición de los lentes fue el astrónomo y físico árabe Ḥasan ibn al-Hayṯam, conocido en Europa como Alhacén. En su libro más importante, Kitāb al-Manāẓir o Libro de óptica, escrito entre 1011 y 1021, demuestra dos ideas fundamentales: la primera es que vemos los objetos porque reflejan la luz del sol y nos llega a los ojos, con lo que enmendaba la plana nada menos que a Euclides, que en su Optica defendía que veíamos porque de nuestros ojos emanan unos “rayos visuales” que eran de naturaleza corpórea. La segunda es que los ojos no son los responsables de que veamos, sino el cerebro.
Alhacén fue el primero en sugerir que los lentes podían ayudar a las personas que padecen deficiencias visuales, pero no pasó de ahí. En 1240 su libro llegó a Europa, donde fue traducido al latín, y encontró un público interesado en diversas órdenes monásticas, que retomaron la investigación donde él la dejó. Primero fueron los franciscanos: el inglés Robert Grosseteste, en su tratado De iride (Sobre el arco iris) escrito entre 1220 y 1235, menciona el uso de lentes para «leer las letras más pequeñas a distancias increíbles». Unos años más tarde, en 1262, su discípulo Roger Bacon escribió sobre las propiedades de aumento de las lentes. Todo parecía estár preparado para la invención de las gafas en Inglaterra, pero en realidad eso sucedió en el norte de Italia, probablemente en Pisa, alrededor de 1290 y gracias a otra orden religiosa, los dominicos.
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