John Corcoran creció con la idea de que un título universitario era importante para tener una vida exitosa. Sus padres le decían con frecuencia que era un ganador y creían en él, pero lo que nunca supieron fue que su hijo no sabía leer. Todo esto sirvió para llevar una vida plagada de engaños que se iban acrecentando con el tiempo. “Viví 48 años en la oscuridad”, dijo.
Corcoran terminó la secundaria, asistió a la universidad, se convirtió en profesor de literatura de la secundaria en los años ‘60, un trabajo que mantuvo durante 17 años, sin saber leer más que su nombre. La mentira la mantuvo gracias a su astucia y su facilidad para socializar con la gente que lo rodeaba.
“Me recuerdo rezando en la noche, ‘por favor, señor, déjame aprender a leer mañana cuando despierte’ y algunas veces encendía la luz, tomaba un libro y lo miraba para ver si el milagro había sucedido. Pero nunca llegó”, expresó el hombre en una entrevista para la BBC. Es que los primeros años fueron “fáciles” para el profesor, ya que en la preparatoria no le exigían mayores cosas más que pararse en fila, mantenerse callado en el salón e ir al baño cuando le tocaba. En segundo grado, cuando creía que iba a aprender a unir letras, leer medianamente de corrido, no sucedió y así pasó en los años subsiguientes de su vida.
“En la escuela terminé sentado en la ‘fila de los tontos’ con un grupo de niños que tenían problemas de lectura. No supe cómo llegué a parar allí. No sabía cómo salir de eso y definitivamente no sabía qué preguntas hacer”, aseguró. Esto, lo condujo a creer que él era un tonto y a sentirse inferior frente a los demás, pero los maestros confiaron en su astucia y tranquilizaban a sus padres. “Les decían ‘es un niño inteligente, ya aprenderá y me pasaron al tercer grado, al cuarto grado y al quinto grado”, recordó.
En el último año, a sabiendas de que tenía dificultades con la lectura, comenzó a prepararse por sí mismo, a echar mano de su propio ingenio y a aprovechar las materias en las que era bueno. “Podía escribir mi nombre y había algunas palabras que podía recordar, pero no podía componer una oración. Estaba en secundaria y mi lectura era la de alguien en segundo o tercer grado. Nunca le dije a nadie que no sabía leer”, afirmó y contó que si bien tenía problemas con la lectura, tenía facilidades con las matemáticas y los deportes.
En el colegio y en la universidad, Corcoran comenzó a socializar cada vez más a tal punto de convencer a sus amigos para que le hicieran la tarea y los exámenes. En la facultad, a donde entró con una beca completa de atletismo, se hizo muy popular para poder recibir su ayuda, pero también se asoció a un grupo universitario que tenía copias de antiguos exámenes. De esta forma también pudo obtener algunos de ellos, ya que había profesores que hacían las mismas preguntas año tras año, aunque hubo otros que no lo hacían y tenía que apelar al ingenio en medio de la desesperación cuando las cosas no salían como las planeaba.
“Mis profesores y padres me dijeron que las personas con títulos universitarios obtenían mejores empleos, vivían mejor y eso es lo que yo creía. Mi única motivación era tener ese cartón. Ya fuera por ósmosis, con oraciones o, tal vez, por un milagro algún día aprendería a leer”, detalló al mencionado medio.
Una vez recibido de la universidad, también se anotó en un profesorado. Casi por una mala jugada del destino, le ofrecieron un trabajo como docente de gramática en una escuela secundaria. Para él, ser un profesor era una buena forma de esconder su verdad, ya que nadie sospecharía que no sabía leer. Así mantuvo un puesto entre 1961 y 1978.
“Enseñé diferentes cursos. Fui entrenador de deportes. Enseñé estudios sociales. Enseñé mecanografía. Podía escribir a máquina 65 palabras por minuto pero no sabía lo que estaba escribiendo”, reconoció. Su materia se componía de material fílmico, debates en el salón y cero palabras en el pizarrón. “Siempre escogía por adelantado dos o tres estudiantes, los que mejor leían y escribían para ayudarme. Eran mis asistentes académicos. Nunca sospecharon nada, porque nunca sospechas de un profesor”, manifestó.
Su secreto se mantuvo a salvo hasta que nació su primera hija, Kayla, quien le pedía con frecuencia que le leyera cuentos. Fue entonces que su mentira quedó al descubierto mientras leía Rumpelstiltskin, ya que la niña le señaló que no lo leía como su madre.
Un discurso de Barbara Bush -la esposa del entonces vicepresidente de Estados Unidos, George Bush- en televisión sobre alfabetización para adultos lo hizo reflexionar sobre toda la vida a base de mentiras y su profundo deseo por aprender a leer. Tras descubrir que no era el único con este problema, comenzó el camino para pedir ayuda. “A los 65 años tuve una tutora voluntaria. No era una maestra, era simplemente una persona que amaba la lectura y creía que nadie podía pasar por la vida sin poder leer”, precisó. Esta persona fue la primera, aparte de su hija, que conoció su historia.
“Lo primero que escribí fue un poema sobre sobre mis sentimientos. Una característica de la poesía es que no tienes que saber lo que es una frase completa y no tienes que escribir frases completas. Ella me llevó hasta un nivel de lectura de sexto grado. Me sentí en el cielo. Pero me tomó como unos siete años sentirme como una persona letrada. Lloré, lloré y lloré cuando empecé a aprender a leer, sentí mucho dolor y frustración, pero llenó un gran vacío en mi alma”, concluyó.
LA NACION
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