La socialdemocracia, el parásito alojado en el sistema capitalista, completa su giro de 360º

Sin contrapesos, tiraron de la cuerda mucho y comenzaron a aparecer disidencias minoritarias aisladas. Muchas alarmadas por los desequilibrios económicos, la prostitución de las monedas, la adicción a la deuda, los quebrantos de los sistemas previsionales o sanitarios, el sostenido reemplazo del sector privado por el público y, en definitiva, el inexorable fin de la generacion de riqueza en manos de las clases medias. Este ocaso del capitalismo fue denunciado por el liberalismo (en el sentido europeo o hispanoamericano) que entendió rápidamente que se estaba pervirtiendo el sistema con el control de precios, con el salario mínimo, con el proteccionismo, los subsidios a casi todo, los aranceles y una marea burocrática y fiscal que no encontraba techo.

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Tal vez el lector haya experimentado alguna vez esta sensación: uno se pone a hacer algún arreglito en la casa con baja expectativa sobre el resultado. Hacia el final de la faena, uno lo mira y dice: bastante bien, eh! Casi profesional, salvo por ese pequeñísimo detalle imperceptible, marginal. Entonces, en lugar de dejar al detallito en paz (después de todo es la nada) va uno a corregirlo y en su obsesión agranda el detallito hasta que arruina todo el arreglo y la cosa termina peor que como estaba. Un giro de 360° hizo uno con el bendito arreglito, ahora el detalle es una barrabasada que salta a los ojos más ciegos.

Ese giro de 360° es el que hizo el socialismo en los últimos tiempos. Salió de la Segunda Guerra muy entero. Es cierto que en su versión extrema formaba parte del Imperio Soviético ofreciéndose como la contracara del sistema capitalista. Pero en su versión soft, la más sofisticada, fue el parásito que se alojó en el sistema capitalista y creció exponencialmente con mucho menos esfuerzo. Ese parásito se llamó Socialdemocracia: era, por diseño, tolerante, bien hablada, sutil, culta, amable, ecuánime. 

La socialdemocracia había logrado un gigantesco consenso, una unidad de criterios global, una ética casi unánime. La disidencia hacia comienzos de este siglo era francamente marginal. Tenía todo, o todo lo que importaba. Los gobiernos, los partidos políticos, las comunicaciones digitales, los medios, la academia y la educación básica, las finanzas, las artes y el espectáculo, los organismos internacionales, las corporaciones religiosas, las organizaciones sociales. Abarcó, abarca, un consenso mundial bienpensante y buenista que con los años se volvió tan inflexible que fue incapaz de soportar la menor disidencia, hasta una pequeña e instrumental. Así que combatió a la pequeña disidencia con todas sus fuerzas, mostrando unos terribles dientes y zas! Agrandó locamente el problema. ¿Cuándo enloqueció todo?

Mientras el comunismo se encaminaba al colapso, la socialdemocracia parasitaba al capitalismo y para colmo estigmatizaba la riqueza que éste generaba

La socialdemocracia no sólo aceptó la democracia como modelo, a la larga se transformó en su garante y posteriormente hasta en su sinónimo. A cambio de tan altruista concesión, la socialdemocracia trastocó uno a uno los valores occidentales, poniéndoles su apellido y haciendo como los perritos cuando quieren marcar territorio. Así, a la justicia le creció su nueva versión: la justicia social. Con ella, con la justicia social, empezó todo. La justicia social terminó con la igualdad ante la ley, pero además abrió paso al poder enorme de todo tipo de corporativismo que se transformó en su amo y guardián.

También le puso su apellido a la economía: la economía social. Con la economía social el mercado y la propiedad privada pasaron a tener (obvio) una función social. Para que la función social prospere y no sea subsumida bajo las garras del mercado, que para tales fines debió asumirse como “el malo”, se debió interponer el control social. Esto no es ni más ni menos que la intervención política de la actividad económica a través de la planificación (cuando no) social. El Estado, cuya performance fue lamentable y criminal en la primera mitad del siglo, fue el protagonista de la reconstrucción social a partir de la segunda mitad, un milagro del márketing político.

Tampoco se salvó la paz del apellido social. La paz social, ese vergel de convivencia cívica, requería de una serie de intervenciones para que la acumulación de riqueza no generara unas tensiones que chocaran contra la justicia social. A esta altura el loop es evidente. Las intervenciones necesarias para asegurar la paz social requirieron de ingeniería social y de esa costilla obtenemos el Estado del Bienestar, la fórmula socialdemócrata por excelencia

El consenso socialdemócrata hizo crecer al Estado omnipresente, generador de derechos (como no podía ser de otra manera) sociales

El Estado de Bienestar es el dogma más indiscutible de la socialdemocracia. Su razón de ser se basaba en amortiguar la maldad del mercado, redistribuyendo sus efectos y corrigiendo así los desequilibrios que, de su libre accionar, podrían aparecer. Mientras el comunismo se encaminaba hacia el colapso, la socialdemocracia parasitaba lo más oronda al capitalismo y para colmo estigmatizaba la riqueza que éste generaba. El mantra de que por cada crecimiento, había un decrecimiento en algún otro lugar del sistema era el juego de suma cero que rige hasta la actualidad, como rige la alergia de la socialdemocracia hacia los datos estadísticos.

La función del socialismo es sembrar y recoger descontentos. Bajo esta premisa era necesario imponer que lo que unos tenían era necesariamente robado a otros, condición ancestral originada en un pecado original de acumulación. Para que el Estado de Bienestar solucionara este mal era necesaria la solidaridad entendida como la aceptación incondicional de la suma cero, la culpa por la posesión y, en definitiva, la solapada pero vieja idea de que la propiedad es un robo. Pero la socialdemocracia no cometió los errores del comunismo. La propiedad, entonces no sería un robo si mediaba la Solidaridad. Con la Solidaridad se expiaba el pecado de poseer y esa bula la daba el Estado tomando de unos para dar a otros, a las víctimas del sistema capitalista, a las víctimas del mercado.

El consenso socialdemócrata hizo crecer al Estado omnipresente, generador de derechos (como no podía ser de otra manera) sociales. Vinieron los de segunda generación y ya vamos como por la décima generación de cosas que, si se pueden pensar, son un derecho. 

El progresismo así diseñado y concebido es la izquierda pero con unos filtros más coquetos

Sólo hay Bienestar si el Estado genera políticas públicas que garanticen esos derechos y los derechos no han parado de crecer. Las personas dejaron de ser responsables de su propio bienestar, siendo, paradójicamente, responsables del bienestar de otros. Para garantizar que el flujo de derechos no se detenga, la intervención fue cada vez mayor en la vida privada y pública. Enfrentarse a esa corriente es enfrentarse al bien y a la trasmisión de los valores que del bien emanan. Sólo el Estado de Bienestar deparaba progreso en base al Bien Común que reparte el resultado del esfuerzo personal hacia el sujeto colectivo. De aquí la base de la responsabilidad (por supuesto) social.

El progresismo así diseñado y concebido es la izquierda pero con unos filtros más coquetos. El progresismo impuso, en el marco de la fina elegancia socialdemócrata, una serie de mandamientos que sólo fueron posibles una vez que la solidaridad, la igualdad y la distribución estaban formateadas. La hegemonía cultural que se gestó en este proceso se transformó en un modo de entender el pasado, el presente y el futuro, en una guía personal y en un manual de estilo político. Llegados hasta aquí ya es casi imposible encontrar en el discurso político mundial, voces que no suscriban a la idea de que sólo el Estado puede garantizar el acceso universal a la salud o la educación, por ejemplo, y que sólo el Estado es que tiene el oráculo del Bien Común. Tal es el tamaño del éxito socialdemócrata.

En Occidente nunca dejó de crecer el consenso socialdemócrata, si alguna vez se agachó fue para tomar impulso. Por esto, la vieja división de izquierdas y derechas devino abstracta y lo que había era un gran régimen occidental progresista con lineamientos que usaban la ética de las democracias liberales para sostener la tolerancia hacia políticas cada vez más reñidas con los principios de esas mismas democracias. 

Ya ni se trata de simular tolerancia y la libertad de expresión sólo es aceptable si se atiene a lo que el consenso socialdemócrata considera decente

Sin contrapesos, tiraron de la cuerda mucho y comenzaron a aparecer disidencias minoritarias aisladas. Muchas alarmadas por los desequilibrios económicos, la prostitución de las monedas, la adicción a la deuda, los quebrantos de los sistemas previsionales o sanitarios, el sostenido reemplazo del sector privado por el público y, en definitiva, el inexorable fin de la generacion de riqueza en manos de las clases medias. Este ocaso del capitalismo fue denunciado por el liberalismo (en el sentido europeo o hispanoamericano) que entendió rápidamente que se estaba pervirtiendo el sistema con el control de precios, con el salario mínimo, con el proteccionismo, los subsidios a casi todo, los aranceles y una marea burocrática y fiscal que no encontraba techo.

El otro grupo que planteó disidencias podía, o no, tener puntos en contacto con el liberal, pero estaba más ligado a la conservación de la tradición cultural. Este grupo vio en jaque su marco de valores bioéticos con cuestiones como el aborto o la eutanasia. Se sumaban a su alarma el desprecio a su concepto de familia, la radicalización de la intervención educativa, las modificaciones del lenguaje, la reescritura de la historia o la relativización de la ciencia según criterios políticos decididos de arriba hacia abajo. Nótese que estas minorías disidentes planteaban su alarma dentro de los marcos socialdemócratas establecidos, la resistencia dentro del sistema burocrático por la socialdemocracia también establecido y sin colisionar con el circuito electoral cuyas reglas también eran parte del mismo sistema que criticaban. Es decir que las disidencias eran, francamente, el detallito del arreglo casero que se planteaba al principio.

A ese grupo que sólo levantó la voz cuando ya la cosa se había ido de madre […] la socialdemocracia lo llamó la extrema derecha

A ese grupete mínimo de voces disidentes, a esa contracultura que no tenía casi participación político partidaria, que era invisible en el marco de los organismos internacionales, que no tenía casi voz artística ni representación mediática. A ese grupo que sólo levantó la voz cuando ya la cosa se había ido de madre y que, con eso y todo, no planteó una revolución ni una ruptura sino simplemente un freno; la socialdemocracia lo llamó la extrema derecha, el nuevo satán cuyos derechos a la tolerancia, a la expresión, a la elección política o a la libertad individual no debían ser garantizados.

Para ser sinceros, poco se disputó la conducción del descontento. La actitud conformista de todo lo que estaba a la derecha de la izquierda necesitó del abuso y del absurdo para presentar pelea, y sufrió una derrota en la muy actual “batalla de las ideas”. Un error de exceso de elegancia, tal vez, cuando, en realidad, el liberalismo debió ser siempre una molestia para el Estado, un control incómodo e incesante, y no esperar a que el socialismo lleve las riendas de la economía mundial o que la titular del FMI llamara a gastar “todo lo que se pueda y tenga”. 

Todo lo que no es consenso es populismo, fake o discurso del odio y no hay acción injusta o ilegal que presente reparos a la hora de combatir la disidencia

El centro político, incluso aquellos partidos que para la socialdemocracia eran de derecha, se había alineado con la izquierda moderada. Pero su agenda se mimetizaba con la izquierda radical aceptando, por ejemplo a pies juntillas, la supremacía indigenista o feminista. El consenso socialdemócrata impidió la contrastación empírica, denigró los datos científicos y se peleó para siempre con la biología y la historia. Y la representación política temió que la socialdemocracia la señalara como la resistencia. Concedió por temor al mote de “derecha”. Gracias a ese accionar político de décadas la política tradicional perdió representación y se ampliaron las voces disidentes a contra corriente y más allá de los límites que le simpatizaban al sistema socialdemócrata.

Esto ofendió a la socialdemocracia que ahora infunde miedo, se acerca al giro completo y vuelve a mostrarse como el socialismo intolerante y violento que quiso disimular. La defensa de la libertad individual, del libre albedrío, del mérito, del modo de vida occidental, la preservación del ámbito privado, el traspaso de las tradiciones a los hijos, el amor romántico y la inviolable vida íntima son un estigma y pobre del que ose defenderlos. ¡Pero estos eran valores que la democracia liberal consideraba sagrados!. El Estado se arrogó atribuciones mucho más allá del Bienestar. Otra vez la democracia es un peligro como en el viejo dogma soviético, otra vez los individuos no son capaces de saber lo que es bueno para ellos, otra vez hay que “reprogramarlos”, (sólo que ahora se llama “deconstruir”) porque votan mal, comen mal, consumen mal, aman mal, educan mal, producen mal, rezan mal, recuerdan mal, lloran mal y se ríen peor. 

La socialdemocracia entregó sus buenos modales y revirtió su tolerancia. Si la solidaridad o la redistribución no son un arma para lograr sus designios, bien sirven el expolio, la cancelación o la censura. La lucha por la libertad se condena como egoísmo y se tolera una crítica puntual si esa crítica se desenvuelve dentro del marco del consenso. Las supuestas derechas aceptadas son las que hocicaron ante los poderes superiores en línea con la agenda socialdemócrata. Pero no habrá piedad para quienes tengan otra agenda o se atrevan a desafiar su poder, aún cuando sea necesario pasar por sobre los valores de las mismas democracias liberales.

El socialismo del Siglo XXI no fue el que sufrió ni censura en redes, ni cancelación de sus cuentas en bancos internacionales, y sus representantes siguen hablando en Davos o en ONU no importa cuantas salvajadas cometan. China goza de una consideración del mainstream internacional que se le niega arbitrariamente a cualquier líder que saque las patas del plato socialista. Ya ni se trata de simular tolerancia y la libertad de expresión sólo es aceptable si se atiene a lo que el consenso socialdemócrata considera decente. Si alguna idea va contra el diseño del Bien Común, ha de ser necesariamente mala y es lícito silenciarla. La descalificación hacia el disidente está justificada así como el atentar contra sus bienes y contra su persona misma. Todo lo que no es consenso es populismo, fake o discurso del odio y no hay acción injusta o ilegal que presente reparos a la hora de combatir la disidencia. La socialdemocracia lo tenía todo, pero como el alacrán no pudo contra su naturaleza y desplegó a los ojos del mundo su totalitarismo matriz ante la menor resistencia. Pegó la vuelta completa, se pasó de rosca. Tal vez, después de todo, sea una buena noticia.

El otro grupo que planteó disidencias podía, o no, tener puntos en contacto con el liberal, pero estaba más ligado a la conservación de la tradición cultural. Este grupo vio en jaque su marco de valores bioéticos con cuestiones como el aborto o la eutanasia. Se sumaban a su alarma el desprecio a su concepto de familia, la radicalización de la intervención educativa, las modificaciones del lenguaje, la reescritura de la historia o la relativización de la ciencia según criterios políticos decididos de arriba hacia abajo.