En el modo actual en que se organiza el mundo de los medios de comunicación, sostener la posibilidad de la objetividad resulta difícil. Más allá de las técnicas de trabajo, el propio entorno mediático lo cuestiona. Está hoy ampliamente aceptada la noción de que los medios construyen la realidad más que reflejarla o transmitirla, y que conforman el contexto fundamental de creencias, símbolos y representaciones de las culturas contemporáneas.
En este escenario, todas las rutinas productivas de construcción de las noticias desmienten la objetividad: la elección de dar espacio a un tema y no a otro, las voces que se elegirán para comentarlo, el despliegue que se dará a su cobertura, el enfoque que elegirá un medio según su línea editorial, son todas decisiones que implican un modo de mirar que no es neutral ni desinteresado. Por otra parte, se acepta que no sólo la presencia de los medios modifica los acontecimientos, sino que existen verdaderos acontecimientos mediáticos, es decir, preparados para ser cubiertos.
Sin embargo, la objetividad continúa siendo una presencia poderosa en el imaginario de los periodistas y en las representaciones que construyen sobre ellos mismos.
Paralelamente, desde el propio campo periodístico se han propuesto alternativas más realistas para reemplazarla, que apoyan sus argumentos en la lingüística, la semiótica, la ética, la sensibilidad del periodista y hasta el más llano sentido común.
Este artículo se propone recorrer la noción de objetividad en periodismo y las funciones que ha cumplido y cumple como valor fundante para la identidad profesional, que resiste en el imaginario de los periodistas a pesar de todas las evidencias en su contra. Se intentan demostrar, también, los perjuicios que esta persistencia causa en la calidad del trabajo periodístico, y se describen propuestas alternativas para reemplazarla. Más realistas,
igual de comprometidos con la función social y una ética para el periodismo, los valores que se postulan como reemplazo de la cuestionada objetividad no hacen más sencilla la tarea.
Por el contrario, abren todo un conjunto de nuevos desafíos: entre ellos, demandan del periodista un trabajo consciente sobre su propia subjetividad, el uso inevitablemente ficcional del lenguaje que hace cotidianamente y el valor de su presencia frente a los acontecimientos que está relatando. La vida de los otros
En el periodismo, la objetividad es uno de los elementos clave que sostiene el modelo hegemónico de la prensa y, a pesar de las críticas que ha recibido casi desde su instalación como principio profesional, sigue en buena medida dando forma a los hábitos
mentales, actitudes y características personales de los periodistas.
En el momento de constitución de la prensa profesional, en el último tercio del siglo XIX y principios del XX, la objetividad se convirtió en la forma aceptada de presentar los hechos al público. El periodismo asumió para sí la función de informar lo que sucedía sin interpretar ni indicar al lector qué debía pensar, un ideal de neutralidad, asepsia y distanciamiento que tuvo correlatos en las rutinas profesionales dentro de las redacciones y en la propia identidad de los profesionales. En ese momento resultó funcional, además, como una temprana “estrategia de marketing”, a través de la cual las incipientes empresas informativas demostraron que incluían información aceptable para una gran cantidad de público
Esta verdadera mitificación de la objetividad, que se instaló como opuesta a las distorsiones ideológicas y subjetivas que serían contrarias a la función informativa de la prensa, se asentó sobre algunos presupuestos: que el periodismo puede y debe ser completamente desinteresado hasta el punto de volverse transparente, que es posible separar la exposición de los hechos de su evaluación crítica y que el público necesita información neutral para poder, sobre esos datos, sacar sus propias conclusiones. Así, la objetividad –como desiderátum ético y como práctica exigible en la tarea cotidiana– se prolongó en las imágenes que de sí mismos construyeron los periodistas y dio lugar a uno de sus modelos más extendidos: el del “periodista neutral” y apolítico, que evita juicios personales y cuya intervención pasa desapercibida y deja que la vida continúe como si él no estuviera allí para registrarla (Abril, 1997; Fuller, 2002).
A pesar de que ha crecido y se ha difundido ampliamente la noción del carácter sofístico de la objetividad, aún puede identificarse hoy su presencia en dos planos de la actividad profesional: como ritual expresivo y como ritual estratégico (Chillón: 1999). Es decir, en los artificios retóricos y formas de escritura periodística, y a la vez como un elemento clave en las rutinas profesionales que organizan el trabajo cotidiano de transformar la “realidad” en un producto periodístico concreto.
La ficción de escribir
La escritura periodística enfrenta al menos dos desafíos. Por un lado, debe atraer y dirigirse a un público sólo interesado de manera superficial en los textos y bombardeado por cientos de estímulos informativos. Por el otro, necesita convencer al lector de que lo que se le cuenta realmente sucedió. Para eso, el lenguaje periodístico utiliza recursos narrativos dramáticos y se caracteriza por su “retórica objetivadora” (Rodríguez Borges, 1998), es decir, por el uso habitual de recursos estilísticos y marcas del discurso que contribuyen a reforzar la imparcialidad del relato y su credibilidad. Estas marcas de veridicción incluyen, por ejemplo, el lenguaje neutro; el uso de cifras y porcentajes; las precisiones sobre fechas, horas ylugares de los acontecimientos narrados; la descripción de hechos en directo; la atribución de citas directas de protagonistas y fuentes; la apelación a testigos directos y a representantes de autoridad. Son estrategias persuasivas que al mismo tiempo excluyen los coloquialismos, el estilo del lenguaje hablado, el uso del yo y la opinión personal. Sin embargo, alerta Restrepo (2001), “todos estos recursos puestos al servicios de la objetividad, de hecho no crean objetividad sino una ilusión de ella, porque es posible aparentar impersonalidad, manejar fuentes, manipular cifras y porcentajes y convertir todas estas tácticas en simples coartadas”.
En efecto, en el centro del ejercicio periodístico está el lenguaje, lo que le suma inevitablemente un carácter de construcción ficcional. Desde el llamado “giro lingüístico” en todas las ramas del pensamiento occidental, se acepta que, más que un vehículo para dar cuenta de ideas anteriormente formadas en nuestra mente o para designar realidades objetivas, el lenguaje es el modo en que construimos nuestro conocimiento sobre el mundo.
“Conocemos el mundo, siempre de modo tentativo, a medida que lo designamos con palabras y lo construimos sintácticamente en enunciados, es decir, a medida que y en la medida en que lo empalabramos” (Chillon, 1999: 25, énfasis en el original).
Desde ese punto de vista, escribir –como hace el periodismo al “traducir” sus experiencias de cobertura en textos preparados para un medio de comunicación– excluye desde el vamos la posibilidad de la objetividad. Como ha señalado George Steiner, “el lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Hablar, bien a uno mismo o a otro es inventar y reinventar el ser y el mundo” (citado en Chillón, 1999: 41). El lenguaje es un artefacto cultural, es la manera fundamental en la que cada individuo experimenta la realidad, y de ese punto parte el periodismo, obligado a una construcción ficcional por la naturaleza misma del lenguaje, una de sus materias primas.