El ‘lenguaje inclusivo’ o ‘no sexista’: lo que se esconde tras una falsa apariencia de igualdad

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Un proyecto ideológico muy cuestionable y con unas metas muy polémicas

Desde hace años, ciertos sectores políticos -especialmente de la izquierda- vienen insistiendo en la necesidad de cambiar las palabras que usamos para limpiar de “machismo” el lenguaje.

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A esa nueva forma de hablar, casi siempre impuesta desde el poder (como todos los proyectos de ingeniería social), la denominan “lenguaje inclusivo” o “lenguaje no sexista”. La excusa es alcanzar una mayor igualdad entre sexos a la hora de hablar, pero… ¿es esto cierto? ¿Son sinceros los políticos que nos dicen que esta imposición la hacen por nuestro bien?

¿El lenguaje determina nuestra forma de pensar?

Para remontarnos a sus orígenes debemos fijarnos en un científico marxista soviético, Lev Vygotski (1896-1934), que formuló una teoría según la cual el lenguaje determina nuestra cultura y nuestra forma de pensar. A esta teoría, denominada determinismo lingüístico, se le puede oponer una objeción que resulta más que evidente, y es que en todas las épocas ha habido, en un mismo entorno lingüístico, personas con muy distintas formas de pensar. Remitiéndonos, por ejemplo, al país natal de Vygotski, Rusia pasó del zarismo al comunismo, pero los rusos han seguido hablando el mismo idioma. Como en otros ámbitos, en éste se observa también el error del marxismo de considerar que todas las facultades humanas están determinadas por un cierto pensamiento y, por tanto, pueden -e incluso deben- ser modificadas a base de ideología.

Introduciendo el marxismo en Occidente por la puerta trasera

En el caso del “lenguaje inclusivo”, estaríamos hablando de una variante del marxismo cultural, el movimiento encabezado por varios pensadores de la Escuela de Frankfurt y más concretamente por el dirigente comunista italiano Antonio Gramsci (1891-1937). Estos pensadores se habían dado cuenta del fracaso del marxismo en los países occidentales, y optaron por plantearlo de otra forma, introduciéndolo por la puerta trasera y aplicando la tesis marxista de la lucha de clases a otras relaciones sociales entre las personas, entre ellas la célula más básica de la sociedad, la familia, que el marxismo consideraba un residuo del orden burgués. La URSS ya había intentado minar la familia siguiendo las tesis de la feminista radical Alexandra Kollontai (1872-1952), que en “Comunismo y familia” (1920) había escrito: “el Estado obrero vendrá a reemplazar a la familia, la sociedad gradualmente asumirá todas las tareas que antes de la revolución caían sobre los padres individuales”. No fue el único disparate que promovió el comunismo: en un intento de minar el seguimiento de las festividades religiosas, Stalin incluso llegó a aplicar una semana de cinco días (luego de seis), con desastrosas consecuencias.

¿Qué feminismo vender tras el éxito del feminismo original?

El fracaso del comunismo soviético al intentar destruir la familia y las instituciones sociales más básicas convenció a los marxistas occidentales de la necesidad de otra táctica. Optaron por intentar convencer a las mujeres de que eran víctimas de una opresión secular. Se trataba, insisto, del mismo esquema de opresores y oprimidos con que el marxismo abordaba la existencia de distintas clases sociales (y que ha encontrado un gran escollo en la formación de una amplia clase media en los países capitalistas). Hay que tener en cuenta que el feminismo originario, no marxista, buscaba la igualdad de oportunidades para la mujer. En las sociedades democráticas ese feminismo había tenido grandes éxitos -derecho de voto para la mujer, acceso a trabajos antes reservados para los varones, etc.- cuando el marxismo cultural puso en marcha el feminismo de género, que no busca la igualdad de oportunidades, sino la igualdad de resultados. “Ven señales de patriarcado por dondequiera y piensan que la situación se pondrá peor”, denunciaba la feminista Christina Hoff Sommers en 1994 en su libro “¿Quién robó el feminismo?”. “Pero esto carece de base en la realidad norteamericana. Las cosas nunca han estado mejores para la mujer que hoy conforma 55% del estudiantado universitario, mientras que la brecha salarial continúa cerrándose.”

El objetivo: acabar con “la distinción de sexos misma”

A pesar de que cada sexo muestra inclinaciones distintas, propias de las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, el feminismo de género niega la realidad y sostiene que toda diferencia de roles entre los sexos es fruto del condicionamiento cultural. Y como atribuyen a esos roles el mantenimiento de un esquema en el que los hombres son opresores y las mujeres oprimidas, consideran que esos roles deben ser alterados por imposición legal. Que una teoría cuanto menos discutible sobre la sexualidad humana sea impuesta de esta forma, mediante la coacción, ya debería alarmarnos, pero aún deberíamos preocuparnos más ante el objetivo de esta negación, un objetivo que señaló sin tapujos la feminista radical Shulamith Firestone (1944-2012) en su libro “La dialéctica del sexo” (1970): “así como la meta final de la revolución socialista era no sólo acabar con el privilegio de la clase económica, sino con la distinción misma entre clases económicas, la meta definitiva de la revolución feminista debe ser, a diferencia del primer movimiento feminista, no simplemente acabar con el privilegio masculino, sino con la distinción de sexos misma: las diferencias genitales entre los seres humanos ya no importarían culturalmente.”

La desaparición de los padres y de las madres

De esta forma, la ideología de género se empeña en que la masculinidad y la feminidad sean proscritas -nuevamente a golpe de ley- en aras de una concepción de la sociedad que busca forzar a hombres y mujeres a negar su condición. Ya lo hemos visto en las disposiciones legales creadas en varios países para que borrar las menciones a padres y madres y sustituirlas por “progenitor A” y “progenitor B” o incluso por meros “cuidadores”, como si la realidad biológica de la institución familiar, que se deriva del propio dimorfismo sexual del ser humano, fuese algo que debe ser ocultado manipulando el lenguaje.

Intentando que las ranas no se den cuenta de que están hirviendo

Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿qué buscan con todo esto? Resulta obvio que eliminar las diferencias sexuales es una tarea imposible. Esas diferencias se derivan de la propia naturaleza humana y siempre van a existir. Si no fuese así, la sociedad estaría condenada a desaparecer, pues precisamente la relación entre el hombre y la mujer es la que da a luz nuevas vidas. Los ideólogos de género saben que su meta es incalcanzable, y precisamente por eso la plantean. Si un movimiento político se propone metas asequibles, una vez alcanzadas el movimiento pierde su razón de ser. El marxismo pretende que persigamos utopías irrealizables, porque así siempre tendremos que depender de los marxistas para que nos guíen hacia ellas. Pero para asegurar todavía más su papel de solucionadores de un problema que ellos mismos se empeñan en crear, para que la gente les haga algo de caso y crea en serio que les necesita, tienen que intentar convencernos de que vivimos en una sociedad opresora. De ahí proceden invenciones como los “micromachismos”, que según los ideólogos de género son las pequeñas expresiones de la opresión patriarcal en nuestra realidad cotidiana. Así, el mero hecho de rascarte la barba o sentarte con las piernas abiertas -si eres hombres- te convierte en un “machista”, es decir, en un opresor.

Un negocio millonario y una forma de aumentar el control sobre la sociedad

El “lenguaje inclusivo” se enmarca en esa búsqueda incesante de nuevos frentes para convencer a las mujeres de que sufren una opresión a manos de los hombres. Poco importa que la mayoría de las mujeres no se ofendan por llamar “hijos” a sus niños y niñas, o por usar el masculino genérico en otro tipo de expresiones muy habituales. Que esas mujeres no se sientan oprimidas es algo que les hace perder el sueño a los ideólogos de género, porque se quedan no sólo sin audiencia, sino también en muchos casos sin trabajo. Tengamos en cuenta que esta ideología se ha convertido en un negocio millonario que mueve suculentas subvenciones en observatorios, comisarios de género, cátedras de género, etc. Además, la excusa de la lucha contra el “sexismo” se ha convertido en un medio fabuloso para controlar a la sociedad, recortando libertades y persiguiendo a los que discrepan hasta extremos que muchos no habrían creído posibles en una democracia hace no muchos años. Nos van sometiendo con estas patrañas, eso sí, de forma pausada, a menudo mediante la técnica de “lluvia fina”. Siguen aquí el proceso ya descrito por Olivier Clerc en “La rana que no sabía que estaba hervida”: unos recortes graduales de libertades para que no nos demos cuenta de que nos están hirviendo y no nos rebelemos.