Por una cierta limitante que en ocasiones nos imponemos sin darnos cuenta, el aprendizaje lo solemos pensar como limitado a algunos periodos muy específicos de nuestra vida, especialmente la niñez y la juventud, que coinciden, por un lado, con las épocas en que comúnmente formamos parte de algún sistema escolarizado de enseñanza y, por otro, con un momento amplio de la existencia que podríamos llamar los “años de formación” en los que voluntaria e involuntariamente nos preparamos para la vida, los años en que aprendemos las reglas de socialización, el lenguaje, las costumbres de la cultura en que vivimos y mucho, mucho más.
Con todo, el aprendizaje es suficientemente amplio como para concebirlo tan estrechamente, al menos en lo referente a la época de nuestra vida en la que supuestamente tendría que estar limitado.
Un caso ejemplar de esa actitud abierta frente al aprendizaje es nada menos que Léon Tolstói, el gran escritor ruso que, además de su labor literaria, resulta admirable también por la manera en que cultivó su vida, con un sentido constante de búsqueda, interrogación y curiosidad, todo lo cual derivaba en acciones concretas, incluso algunas tan sencillas como un repaso a los hábitos que sostenía en su cotidianidad, realizado para decantarse únicamente por aquellos que le pudieran proveer bienestar significativo y duradero; o, en otro ejemplo, su elección de una dieta vegetariana por convenir mejor a sus principios filosóficos y existenciales.
En ese sentido, Tolstói tuvo al aprendizaje como una constante de su vida, acaso tan necesario, tan incuestionable, como respirar o realizar una actividad física. Y prueba de ello es que aprendió a andar en bicicleta nada menos que a los 67 años de edad.
De acuerdo con testimonios de la época, Tolstói emprendió el aprendizaje de dicha habilidad un mes después del fallecimiento del último de sus hijos, Vanichka, de apenas 7 años de edad. Curiosamente, en medio de ese trance le llegó un obsequio de la Sociedad Moscovita de Amantes del Velocípedo, una peculiar organización que entonces fomentaba el aprendizaje y uso de la bicicleta. Y el regalo fue eso: una bicicleta nueva que venía acompañada de algunas sesiones de enseñanza para aprender a montarla y a desplazarse en ella.
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“Para asombro de los campesinos de su finca, el conde León Tolstói monta ahora la rueda”, decía un articulo de 1866 de la revista Scientific American.
Y asombro es sin duda la posición frente a la vida que se necesita para continuar aprendiendo el arte de vivir.
PIJAMASUR
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