En lugar de esconderse en el anonimato para poder sobrevivir al horror, ha decidido enfrentarse a él con la cabeza en alto, mostrando su rostro al mundo, con el propósito de que, finalmente, quienes sientan vergüenza sean los verdugos y no las víctimas.
En Francia existe una hermosa tradición: además de en su bandera y su himno, la esencia de la nación se simboliza en una mujer que representa a todos los franceses. Esa figura se llama Marianne, y encarna los valores de libertad, igualdad y fraternidad que han inspirado al pueblo desde la Revolución de 1789. Hoy en día, con esa particular «grandeur» gala, la página oficial del Elíseo sigue describiendo a Marianne como una alegoría de «la belleza y la vitalidad de la República eterna». Durante más de dos siglos, artistas de distintos estilos han aceptado el reto de recrear a Marianne, esculpiendo bustos que adornan los Ayuntamientos y estampando su imagen en los sellos de Correos. Sin embargo, desde 1972, con el fin de hacerla más cercana, los alcaldes de Francia y el propio presidente han optado por seleccionar a mujeres reales como modelos para representar a Marianne, renovándolas periódicamente para reflejar el espíritu de cada época. Catherine Deneuve, Brigitte Bardot y Laetitia Casta, mujeres emblemáticas y libres, han sido algunas de las elegidas más conocidas. En 2017, Emmanuel Macron seleccionó a la última Marianne, pero a diferencia de las anteriores, no es una mujer de carne y hueso, sino una idealización, una imagen bellísima pero sin alma, creada por una artista urbana en un mural. Aunque recibió críticas por esta elección, Macron tiene ahora la oportunidad de corregir y hacer historia al elegir a una nueva Marianne sin desmerecer a las anteriores.
No siendo francesa, me atrevo a proponer a la candidata ideal: Gisèle Pélicot. Una mujer que fue sistemáticamente drogada, violada y entregada por su propio esposo a más de 50 hombres durante una década para que abusaran de ella. A pesar de haber podido ocultarse tras el anonimato y el cariño de sus hijos para superar tal horror, Gisèle ha decidido dar la cara en el juicio, mostrando su valentía y dignidad, para que, por fin, sean los culpables quienes carguen con la vergüenza. Qué mujer, Gisèle. No puedo dejar de admirarla. A sus 72 años, con las huellas del tiempo y el dolor en su rostro, se presenta impecablemente vestida, peinada y maquillada ante el mundo, mientras sus agresores, cobardes, se ocultan. Gisèle no necesita el gorro frigio para convertirse en una Marianne poderosa y eterna. No se puede ser más hermosa, más valiente ni más digna.
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