El renacimiento del republicanismo popular

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El mundo está presenciando un fascinante resurgimiento del republicanismo popular. La característica central de este fenómeno es la participación masiva de los ciudadanos en actos de defensa de los derechos garantizados en su constitución.

Desde la India hasta el Líbano y desde los Estados Unidos hasta Chile, los movimientos ciudadanos han invocado las constituciones de sus países para atacar los excesos de los gobiernos de derechas, convirtiendo un documento legal en un arma política de masas. Incluso en Pakistán, los recientes movimientos por los derechos étnicos y los sindicatos de estudiantes han invocado la constitución del país para exigir justicia y una mayor representación.

Así pues, resulta pertinente preguntar las razones del actual atractivo del constitucionalismo como una potencial fuerza unificadora contra los regímenes tiránicos. El hecho más intrigante es que la constitución está siendo invocada por manifestantes de izquierdas, que a menudo han retratado los detalles constitucionales y la ley como mistificaciones de las relaciones sociales reales. ¿Qué explica pues esta inversión?

La creación de las constituciones modernas se entrelaza con el surgimiento del capitalismo y las revoluciones republicanas de los siglos XVIII y XIX, lo que genera nuevos problemas en las dimensiones política, económica y social. La cuestión política que guio el pensamiento republicano fue la creación de una nueva base para la soberanía que pudiera reemplazar el absolutismo por la razón pública y la participación política. La cuestión económica consistía en adoptar medidas adecuadas en defensa de la propiedad privada para facilitar el crecimiento de la burguesía. Finalmente, la “cuestión social” giraba en torno a garantizar que el estado otorgara ciertos derechos a sus ciudadanos para evitar la erupción de la revolución, un hecho que atormentaba el pensamiento constitucional en los siglos XVIII y XIX.

Es fácil ver cómo estos diferentes imperativos colisionarían y se contradecirían entre sí, lo que nos llevó a un complejo conjunto de conflictos que amenazan constantemente a los regímenes constitucionales. Equilibrar el deseo de unidad nacional con la libertad individual, así como unir la búsqueda de ganancias personales con la prosperidad colectiva siguió siendo un desafío para los diferentes gobiernos. Después de múltiples revoluciones y dos guerras mundiales, se llegó a un compromiso en la forma del modelo de estado de bienestar en el que se permitía a las empresas perseguir sus ganancias mientras el estado se comprometía a redistribuir una parte de la riqueza. La forma política de este compromiso fue la democracia liberal que permitió la representación (desigual) de diferentes intereses, asegurando que el capitalismo finalmente estuviera en sintonía con las cuestiones sociales y políticas que contribuyó a generar.

Sin embargo, toda la arquitectura de la democracia del bienestar comenzó a desmantelarse en la década de 1980 cuando el estado del bienestar se enfrentó a una crisis de deuda masiva que amenazaba su sostenibilidad. La respuesta de los poderes mundiales y las instituciones financieras internacionales fue imponer los principios de la privatización y la desregulación para así reducir drásticamente el papel del estado en la dirección de la economía. Esto implicaba que, de nuevo, el capital ya no estaba limitado por consideraciones sociales o políticas, agrandando el cisma entre la riqueza privada y el interés general.

La agresiva mercantilización de recursos naturales como el agua y el movimiento transnacional de la industria en busca de mano de obra barata significaron que el capitalismo comenzó a exceder los límites territoriales e institucionales que se le impusieron durante la era de los estados de bienestar. La crisis financiera de 2008 aceleró este proceso cuando los banqueros multimillonarios fueron rescatados mientras millones de personas fueron abandonadas a una vida de extrema incertidumbre financiera.

Este debilitamiento de los compromisos económicos con los ciudadanos fue de la mano con un debilitamiento de los derechos constitucionales otorgados a la misma ciudadanía. El filósofo italiano Giorgio Agamben señaló, a principios de la década de 1990, que las democracias occidentales invocaban cada vez más un “estado de excepción” para suspender las protecciones legales dentro de sus países. Si bien dichas protecciones a menudo se limitaban a regular el movimiento de refugiados e inmigrantes, pronto se hizo evidente que el ámbito de estas medidas excepcionales sería ampliado contra un mayor número de comunidades vulnerables.

Desde la Patriot Act1 y la imposición de emergencias en Francia y Europa del Este hasta las leyes discriminatorias en la India, ha habido una tendencia creciente a acabar con el marco legal que protegía un statu quo ahora supuestamente desacreditado. El uso de tecnologías de vigilancia generalizadas contra los ciudadanos solo confirma que la emergencia económica ahora está íntimamente ligada a una emergencia legal. Y lo que es peor es que el centro político, desde Bush hasta Obama y desde Blair hasta Cameron, mantuvo un consenso implícito sobre este nuevo régimen de empobrecimiento y vigilancia global.

El perverso atractivo de las figuras autoritarias de extrema derecha consiste en que han levantado el velo de la cortesía liberal que cubría la infraestructura autoritaria que ha dado forma a nuestras vidas, haciendo que su patético comportamiento parezca más auténtico que los administradores políticos tradicionales del sistema. También han logrado posicionarse como anti-status quo criticando duramente los mecanismos de la democracia procesal mientras fortalecen el mito del mercado libre. Un ejemplo reciente de este proceso fue la campaña electoral del primer ministro británico Boris Johnson, un hombre nacido y criado con privilegios, que hizo campaña como representante de la “voluntad del pueblo” contra la burocracia reinante en Westminster.

En este contexto, cobra sentido el hecho que la izquierda en todo el mundo se aferre a las legalidades burguesas para hacer frente a la embestida del autoritarismo de derechas. Este aferramiento parece también una maniobra estratégica para expresar la brecha entre los ideales históricos de los estados-nación contemporáneos y las prácticas excluyentes de los gobiernos existentes.

Desde los chalecos amarillos en Francia hasta las protestas anti-CAA en la India, pasando por el proceso de impeachment contra Trump, la izquierda invoca las garantías constitucionales para mantener a raya el feroz ataque de la derecha. Tampoco resulta sorprendente que aquellos que hoy defienden la constitución en la India y Pakistán sean calificados como traidores, un argumento que transforma el documento legal más importante del estado en literatura subversiva.

Sin embargo, un peligro inherente a este enfoque es que proporciona a las fuerzas reaccionarias el monopolio sobre el lenguaje del cambio, mientras que la izquierda, una fuerza históricamente asociada con la transformación, parece estar defendiendo un sistema difunto. La situación se vuelve aún más insostenible cuando consideramos que vivimos en “la Era de la Ira” (tomando prestado este concepto de Pankaj Mishra) en la que muchas personas comunes desconfían de la política institucional.

La paradoja para los progresistas es que no pueden ignorar las luchas constitucionales en curso, ya que estas proporcionan el terreno en el que se puede expresar una oposición a la derecha. Sin embargo, esta fase necesaria será incompleta y propensa al fracaso a menos que desde la izquierda se formule una nueva articulación de las esferas política, económica y social.

Esto significa que debemos buscar nuevas ideas que puedan ir más allá de los debates de los procedimientos constitucionales y reconocer los crecientes movimientos de protesta como núcleos de un “poder constituyente” que puede reescribir las reglas del juego a favor de lo público. El movimiento antigubernamental en Chile nos ofrece una idea de lo que podría ser la próxima etapa para las luchas centradas en la constitución. Los manifestantes han exigido recientemente una nueva constitución que garantice los derechos sociales y revierta la creciente desigualdad en la sociedad. Este paso de defender las disposiciones existentes a exigir nuevas configuraciones de poder será de importancia decisiva si las luchas en curso han de derrotar al autoritarismo y construir una sociedad radicalmente diferente y mejor.

El concepto moderno de “revolución” apareció en el léxico político precisamente cuando las demandas de un público agitado excedían los marcos institucionales de la sociedad. Los debates corteses sobre reformas legales a fines del siglo XVIII en Estados Unidos, en la Francia de 1789 y en el Imperio Ruso de principios del siglo XX se transformaron en agitaciones revolucionarias contra el sistema precisamente porque las clases dominantes no pudieron responder a la creciente crisis social.

Si el statu quo contemporáneo continúa demostrando ser incapaz de reformarse, y si los crecientes movimientos de protesta desarrollan una visión unificada para el futuro, podríamos estar en la cúspide de una nueva era revolucionaria en la historia moderna.

Notas:

1 N. del T.: Promulgada por la administración Bush y aprobada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, esta ley limitaba las libertades y garantías constitucionales tanto de la ciudadanía estadounidense como de los extranjeros. La justificación para dicha ley se encuentra en la idea que, tras los atentados terroristas del 11-S, el pueblo estadounidense debía escoger entre su seguridad y sus libertades y derechos constitucionales.